Barrio Centro – Los carnavales

Los primeros Carnavales y el Barrio Centro

El carnaval siempre ha sido un momento para encontrarse, para manifestarse, para apropiarse del espacio público, un tiempo para derribar las barreras que separan a las clases sociales. Baile, disfraces, juegos con agua, fueron y serán por unos días un momento para compartir la alegría y salir de la rutina urbana. Esta fiesta popular tiene una raigambre que va más allá de reproducir conductas aprendidas de antepasados, postal que cada año hace que en los barrios, especialmente más postergados, se escuche el batir de parches de comparsas y murgas.

El carnaval es fiesta popular que precede a la Cuaresma y se celebra en los países de tradición cristiana. La palabra procede probablemente del término latino medieval carnelevarium, que significa ‘quitar la carne’, aludiendo a la prohibición de comer carne durante los cuarenta días cuaresmales. Se dice que el carnaval tiene también su origen en fiestas paganas, como las del buey Apis e Isis en Egipto, las bacanales griegas y romanas en honor a Baco, las lupercales y saturnales romanas o las fiestas celtas del muérdago.

En América Latina el carnaval es un hecho cultural y social. Cultural porque manifestaciones populares ganan la calle, el ámbito público, donde el rol protagonista del espectáculo cambia de los danzantes de las comparsas y murgas a la gente, como lo describe González Requena. Social porque era, y es todavía, un momento donde las diferencias sociales, culturales, económicas, quedan por unas horas de lado, y en especial, donde los miembros de la comunidad más desposeídos, muchas veces postergados, tienen un espacio de expresión y de protagonismo. Justamente, al parecer esto de mezclarse, y de armar por unos días un gran jolgorio, no era del agrado de todo el mundo. Sin ir más lejos, en 1830 Tomás Guido prohibió los carnavales en Buenos Aires; y en Santa Fe, hizo lo mismo el Gobernador Gálvez por ser una costumbre “humillante y perniciosa”.

Pero puestos en repasar la historia de los carnavales en los barrios de Santa Fe, el barrio Sur Colonial es el primero del casco histórico, y por ello tiene los datos más antiguos. Y fue la antigua calle de la Merced, después calle de Comercio, hoy calle San Martín, el principal lugar donde se dieron cita comparsas y carrozas, hasta llegar al Barrio Centro, más allá de Juan de Garay hacia el norte, allá por el siglo XIX.

En las primeras fiestas carnestolendas el Sur era de la aristocracia santafesina, pero en la época de los carnavales, un poco caían las máscaras que dividían a los menos pudientes de la gente bien, y con otras máscaras y otros trajes, se mezclaban en un festejo popular. Así las mulatas y negras del Quilla y “el Campito” vendía sus huevos perfumados, improvisadas bombitas que los jinetes al galope tiraban a los atrincherados en los balcones de calle San Martín. Hasta en el Club del Orden se bailaba en la época del carnaval a fines del siglo XIX.

Habitualmente, allá por el 1800, el corso recorría calle San Martín, desde plaza de Mayo hasta calle Tucumán, para volver por calle San Jerónimo al sur hasta General López. 

Como lo rememora Clementino Paredes, más allá del desfile de músicos y danzantes, estaban también los “juegos de agua”. Esta parte de las “actividades” comenzaba los lunes de carnaval al mediodía. La señal la daba un cañonazo. Entonces salían por las calles jinetes al galope que tiraban huevos con agua florida a las damas, que se ubicaban en los balcones y azoteas para hacer lo propio ellas para con los hombres de a caballo. Dice Paredes al respecto: “No faltaban los aguasendos y las bombas de goma y las jeringas, que cuando niños las manejábamos con agilidad, pues el ataque de agua era formidable, y la víctima escogida tenía que esconderse detrás de la puerta del zaguán o de la ventana de la sala, para no recibir el chorro de agua que la dejaba echa pato”. El famoso “aguasendo” era “…una bolsa de goma, imitando la forma de un estómago, de cuya extremidad salía una cánula también de goma como de 60 centímetros de extensión, y apretando este aparato, salía agua a una distancia como de cinco metros. Se colgaba sobre el hombro del que lo llevaba, prefiriendo el costado derecho para poder operar”. “El Pomo”, si bien no era demasiado caro, era utilizado en ciertas casas de familias pudientes para juegos más “moderados”. Los más aguerridos, allá por 1189, se proveían de agua del sistema de riego que tenía la Plaza de Mayo, y que captaba agua del Riacho Santa Fe, en la zona del Campito. Hasta había carritos aguateros que vendían el líquido elementos a los contendientes que se movían por las calles.

Clementino Paredes menciona en “Los carnavales de la vieja Santa Fe”, una recopilación de los recuerdos urbanos de fines del siglo XIX, que la ciudad se adornaba, en especial las calles del recorrido: “En cada boca calle, se colocaban unos arcos de madera, revestidos de bramante ordinario, que la comisión del corso adquiría de las tiendas de D. Pedro Saldaña, San Martín y Salta; de la de Dos Santos Palacios, San Martín y Moreno, de Don Juan Clucellas, San Gerónimo y Buenos Aires (ahora Zazpe); de la de Don Ramón Lecubarry, Tucumán y 25 de Mayo; y del Baratillo de D. Gerardo Mena, San Martín y Santiago del Estero (hoy Rosario) (ahora Lisandro de la Torre); las paletas de algunos pintores como Jeremías Ferrari el poeta popular o Don Juan Manera, dibujaban en la tela de los arcos unos figurones carnavalescos y colocaban letreros alusivos a las fiestas que se conmemoraban”. Era un tiempo en el que no había luz eléctrica en Santa Fe, en realidad las primeras zonas con electricidad aparecieron luego del 9 de Julio de 1890, bajo la intendencia de Don Juan Arzeno. Por ello, se fabricaban una especie de antorchas, con unos recipientes de lata, llenos de keroseno, que colocados cada tres metros a la vera de las calles del recorrido, y sobre unas cañas tacuaras de dos metros de alto, daban una tenue iluminación al corso. Esos “tamborcitos” iluminadores, al decir de Paredes, eran atendidos por un empleado municipal por cuadra que agregaba el combustible necesario para que la llama no se extinguiera.

Esas calles, Comercio (San Martín), San Jerónimo, y las transversales de una sola cuadra, Primera Junta y 23 de Diciembre (General López), allá por 1888 se vestían de galas con arcos y columnas adornadas, con flore naturales y artificiales, con “…farolitos chinescos encendidos, cuya multiplicidad de colores, daba un aspecto encantador”.

Estas calles eran de arena, antes del adoquinado, y más allá de ser regadas por los vecinos y empleados del cabildo, hacían esforzar más todavía a los equinos que tiraban de los carromatos devenidos en carrozas, donde se encaramaban los festejantes santafesinos. También desfilaban los coches/jardineras de los tranvías a caballo, por sus vías de trocha angosta. “En los tranvías –rememora Don Clementino– subía a gente del pueblo, y las mascaritas, con sus trajes de satiné de múltiples colores, con zarcillos de papeles, y desde los asientos de las jardineras aprovechaban los pasajeros para mojar con sus pomos al primer mortal que se le presentara”.

Pero no todo era tan ideal, al menos hasta 1886. Había en realidad en aquella Santa Fe postcolonial y Federal dos corsos. Uno de la aristocracia, el otro de la plebe. El primero tenía por recorrido General López, San Martín hasta Lisandro de la Torre y de vuelta al sur por San Jerónimo. El segundo era por Salta, San Martín, Tucumán y de regreso por San Jerónimo. O sea. Estaban divididos por una manzana uno del otro. Esta separación se originaba, según Paredes, en que “Las familias del Sud que se titulaban de raigambre aristocrático, no querían o por lo menos evitaban tener vinculaciones estrechas con los del Norte, y de ahí ese etiqueteo que el tiempo fue desapareciendo”. Esos corsos “del Norte” eran solventados por la naciente burguesía comercial, encabezados por José Maciá.

Eran “los carboneros del norte” para los “aristocráticos del Sur”, que tuvieron hasta sus propios bailes y comparsas, como “La Marina”, formada entre otros por los jóvenes Juan Beleno, Juan Parma y Wenceslao Carbone. Hasta una orquesta propia tenían, bajo la batuta de José Andreotti, y ensayaban en la Oficina de Inmigración, que según Paredes, estaba en Falucho y 25 de Mayo. Esa, y otras menos preparadas “orquestas”, iban casa por casa, en la zona creciente del Barrio Centro, donde al ser invitados a ingresar desencadenaban improvisados bailes familiares con los vecinos de la cuadra y amigos de los anfitriones. Otra de las comparsas del “norte” fue “La Alegría”, integrada allá por 1874 por varios jóvenes, entre ellos algunos que llegarían a puestos destacados de la política como Juan Arzeno (Intendente entre XX y XX). Clementino Paredes hace en su recopilación un detallado repaso de esos apellidos, muchos como Enrique Carbó, dieron nombre hasta pueblos de la Argentina.

Sin embargo algunos iban más allá del festejo y el jolgorio. Esos eran los de la comparsa “Los Locos”, que por 1880, disfrazados de mujeres harapientas, con tarros vacíos, palos, vejigas infladas, arremetían dentro de las casas y comercios provocando no sólo ruido y gritos sino hasta algún desmán en el mobiliario de los desprevenidos vecinos que no habían cerrado sus puertas. Como llamaban la atención por la calle, cuenta Paredes, eran resistidos desde balcones y terrazas con agua a baldazo limpio, frutas y verduras y hasta huevazos.

Hubo muchas comparsas integradas por los jóvenes, y no tan púberes, representantes de las encumbradas familias del sur. “Los Negros”, “Los Guitarreros”, “Los Monos”, “Los Luises”, “los marinos en tierra”, “Los descamisados”, hasta una se llamó “La juventud santafesina”, fueron algunas de esas comparsas que a la par de deambular por la arena del corso también visitaban casas de familias con su orquesta para promover un improvisado baile, y ser agasajados especialmente con bebidas acordes a la ocasión de jolgorio.

También las mascaritas sueltas deban que hablar, desde las más elaboradas del Club del Orden, con sus caretas y vestimentas de disfraz, hasta el travestismo del sacristán del cura de la iglesia Matriz, que más allá de su nombre, Paredes recuerda que “salía vestida de bailarina o de dama cortesana” y que en muchas casas de familia se la tenía por una auténtica mujer, “dada su idiosincrasia y manera femeniles representaba a las mil maravillas su papel”.

Entre los carruajes devenidos en carrozas hubo hasta un rancho completo, con fogón y todo, realizado por Albino Crespo, quien siempre se destacaba en cada carnaval. De más está decir que los coches carrozados y adornados correspondían a los apellidos y familias ilustres de ese tiempo. Ya para 1890 las calles del corso estaban pavimentadas con adoquines y con iluminación eléctrica, de la usina ubicada en Lisandro de la Torre, entre 25 de Mayo y Cruz Roja, terrenos hoy ocupados por la Empresa Provincial de la Energía.

La “gracia” era “farrear” a las mascaritas sueltas con el pomo o el aguasendo, y darles de golpes con una especie de cachiporra inflable, que no era otra cosa que una vejiga de oveja o chivo llena de aire adecuadamente.

Cuenta la historia rescatada por Graciela González para la publicación de El Litoral “Santa Fe rastros y memorias”, que para reconocer al más intrépido de los jinetes, las mujeres de la casa arrojaban desde el balcón una corona de laureles y rosas, que se ponía en el pescuezo del caballo como adorno y distintivo de victoria. Los juegos de agua en el barrio Sur Colonial durante el siglo XIX terminaban a la tarde, con otro cañonazo, que a las 18 daba la señal de finalización, pero las incursiones de los jinetes ataviados con huevos rellenos de agua perfumada se extendían hasta las casas de la plaza “Patingo” (hoy San Martín), y la plaza “de las carretas” (hoy Plaza España). Estos juegos, rescata la profesora, fueron prohibidos por decretos, como el del Gobernador Gálvez, y sancionados por ordenanzas y multas. Pero la gente siguió jugando más allá de las amenazas.

Los bailes a su vez eran parte también de los carnavales, por ejemplo en 1894 comenzaron los bailes en el Club Gimnasia y Esgrima, pero los encuentros también se hacían en las casas de familias. A fines del siglo XIX también se hacían bailes populares en la vereda norte de la Plaza de Mayo, que era de ladrillos, donde se ponían faroles de kerosene, allá por 1890. 

Había murgas y comparsas, no como las conocemos hoy, muchas asimiladas al estereotipo carioca de “batucada”. Algunas de esas comparsas que danzaban al compás del tamboril eran allá por 1878 “La Fraternal”, que en realidad llevó ese nombre porque estaba integrada por jóvenes de los dos partidos en pugna, aquellos que llegaron a enfrentarse con la fuerza de las armas en abril de ese año, donde la oposición fue vencida y surgió como referente político y gobernador Simón de Iriondo. Esa fue una de las primeras, pero luego vinieron “Los Locos”, precursores de la murga “la Zampanguita”. O “Los Caballeros de la Noche”, “La Estrella de Mar”, “Pierrots y Colombinas”, “La Perla del Oeste”, entro otras tantas

El final del jolgorio terminaba con la ceremonia de entierro del carnaval. Como lo refiere la profesora Graciela González, en cita a Clementino Paredes, el cierre del carnaval se hacía a los tres días de iniciado. A las siete de la tarde se iniciaba la ceremonia de quema primero de un muñeco que simbolizaba a Judas. Ese muñeco tenía por relleno petardos, buscapiés y bombas de estruendo. Se lo colgaba de un alambre en medio de la calle y se lo encendía, cerca de las 9 de la noche, con el estruendo del relleno explosivo que indicaba el final del carnaval. Esta ceremonia se hacía entre 1870 y 1895 en dos lugares preferidos: frente al negocio de Juan Bautista Medrado, en 1º de mayo y Gral. López; o en lo de Don Demetrio Godoy, en San Martín y Paraná (hoy calle Entre Ríos). Así terminaba la fiesta hasta el año siguiente.

“Los negros santafesinos”

De regreso a la historia más reciente de los carnavales en Santa Fe, es bueno comenzar por los corsos del barrio sur y rescatar al personaje más recordado por su comparsa “Los Negros de Sur”, es el Negro Arigós, cuyo nombre real era Demetrio Braulio Acosta. Este personaje denotaba en el color de su piel sus antepasados negros, aquellos traídos como esclavos en tiempos de la colonia y que vivían apartados, más allá del solar ocupado por la capilla y el cementerio de San Antonio (hoy Colegio Nacional), o en la casa de sus “amos”. Herederos de esa estirpe, con el Negro como bastonero, los que después se llamaron “Los Negros Santafesinos”, danzaban por calle San Martín, frente a los edificios y la mirada de la aristocracia de otro tiempo.

Acaso fue la comparsa más popular de todas, y por cierto la más duradera, en tanto que allá por 1944 El Litoral le dedicaba un artículo para rememorar los 43 años que el Negro Arigós encabezaba sus Negros Santafesinos, con cánticos, tambores, y modestos trajes. Por ese tiempo se hacía todavía el corso por calle San Martín, y tenía su punto neurálgico en la esquina con la cortada Falucho; pero que tenía además otros dos corsos, el luego tradicional por Avenida Freyre, y el segundo en Villa María Selva. Decía al vespertino don Demetrio Acosta en aquel 1944: «Prometí en el Teatro Municipal, hace algunos años, en ocasión de uno de los concursos que recuerdo siempre con un poco de nostalgia, que mientras tuviera una guitarra y me acompañaran cuatro negros ‘Los negros santafesinos’ habrían de salir a la calle para estas fiestas, y esta promesa la vengo cumpliendo, como ustedes lo ven, con mayor o menor eficacia, con mayor o menor pobreza, pero siempre fiel a la palabra empeñada». (El Litoral 27/2/1944)

Vale aclarar que a diferencia de aquellas comparsas mencionadas por Paredes, integradas por la juventud patricia y pudiente del Barrio Sur, los Negros Santafesinos, como otras comparsas más efímeras del Corso del Norte, del oeste o del Campito, eran vecinos pobres, por ello perdurar en el tiempo casi 50 años adquiere un valor superlativo en representación de la cultura indoafroamericana de la ciudad. Justamente, el Negro Arigós vivía en barrio Barranquitas (o de los studs frente al hipódromo según lo dicho por el diario) de lo que se desprende que habrá sido la zona hoy conocida como Barrio Schneider. Como lo rescató Mario Luis López, en su trabajo publicado en 2011 por la Cámara de Diputados de la provincia, “Demetrio Acosta ‘el Negro Arigós’ y la Sociedad Coral Carnavalesca Negros Santafesinos”, habría nacido un 22 de diciembre, probablemente de 1878, en Paraná, en el barrio “Del Tambor”, fue criado de la casa del Dr. Emilio Arigós, de quien tomó su apellido, y se ignoraba su edad verdadera. Lo cierto de su vida fue su partida, un 16 de enero de 1951, en Santa Fe, justo días antes que se cumplieran en esos carnavales 50 años ininterrumpidos de presentaciones.

La comparsa nació en 1901, en el almacén de Don Goyo, allá por el sur, con Pedro Paz, conocido como “Mandinga”, y otros ignotos vecinos santafesinos aficionados a las serenatas nocturnas con guitarra y canto, también de tez oscura. «Yo traía en la cabeza los ecos de algunas canciones carnavalescas que en mi niñez había oído en Paraná, mi cuidad natal, -decía entonces don Demetrio- y con algunas letrillas que empezamos a idear nosotros, estuvimos después de pacientes ensayos, en condiciones de presentarnos en público». Llegaron a tener en la comparsa hasta veinte guitarras, y dos centenas de integrantes en sus mejores tiempos. El ocasional cronista del vespertino dialogaba también con la señora de Acosta, Leopoldina, que ante la pregunta «¿Era condición indispensable ser pardo señora…?”, la cofundadora de la comparsa respondía: «No, pero en su mayor parte lo eran. Les llamamos negros porque quienes no eran pardos tenían la obligación de pintarse el rostro. Esa tarea de pintarlos estaba a mi cargo…».

El Negro Arigóz fue inmortalizado en un óleo por Enrique Estrada Bello en 1936, con su bastón y abanico parado en una esquina de calle San Martín, cuadro que hoy puede verse en Santo Tomé, en el Museo Municipal de Artes y Artesanías que lleva el nombre del creador. Tanta fue su trascendencia y autenticidad que Mateo Booz le dedicó su prefacio en la obra El Tropel (1932). El pasaje de Mateo Bozz dice: «Ningún nombre como el suyo, para el decoro de un libro elaborado íntegramente -tapas y contenido- con pensamiento y herramientas de Santa Fe de la Vera Cruz. Cabalga usted -las piernas destartaladas- un petiso peludo y macilento y lo circula la cohorte de diablillos desbaratados por los danzones salvajes. Y la comparsa, al ritmo de guitarras, masacallas y candombes, coreaba sus loas de homenaje al viejo paladín, erguido en la silla con el empaque orgulloso y taciturno de un monarca etíope. A usted, Negro Arigós, sostén heroico de las tradiciones populares del barrio Sur, dedico las presentes páginas, nutridas con el jugo de esta tierra santafesina».  

Era 1944 y Demetrio decía sobre el carnaval y su comparsa: «Yo creo que el carnaval pasa por un momento difícil, no porque sea una fiesta llamada a desaparacer, sino por la situación especial que atravesamos. Vendrán, estoy seguro, tiempos mejores. Mientras tanto ‘los negros santafesinos’ seguirán saliendo todos los años a saludar al pueblo de Santa Fe y a recibir su aplauso, que es para mí el mejor premio”. (El Litoral 27/2/1944)

El negro, dicen, fue criado por la familia Acosta en Paraná, pero al parecer ese no era su apellido. Poco importa. Desde su humildad y su pobreza, desde la marginalidad cultural, se hizo un lugar en la historia de una ciudad que pivotaba sus actividades entre el Teatro Municipal y los salones del Club del Orden. Ya anciano, con más de 70 años a cuestas, acompañaba a sus «negros santafesinos» sobre un carrito tirado por un caballo tan criollo como él, tan santafesino como las silvestres flores que vendía en un precario puesto frente al cementerio municipal, campo santo que hoy tal vez guarde sus restos, pero no su recuerdo.

Marcha triunfal
Bailemos, negros, bailemos,
que la amita quiere ver
cómo los negros lo hacemos
estos días de placer.

Requebremos nuestro talle,
de la música al compás,
para que su amor estalle
de entusiasmo y sin disfraz…

Los negros santafesinos
para el tango son así,
y los aires argentinos
nadie canta como aquí.

Somos criollos y bailemos
con cariño patriarcal,
y al son del tango cantemos
en honor al carnaval.

 

(Mario Luis López – “Demetrio Acosta ‘el Negro Arigós’ y la Sociedad Coral Carnavalesca Negros Santafesinos” – Cámara de Diputados de la Provincia de Santa Fe – 2011)

Barrio Centro – Los carnavales

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