
Puerto Colastiné
La ciudad de Santa Fe y su designación como “Puerto Preciso”, a partir del traslado a la nueva ubicación desde Cayastá en la Vieja Santa Fe, marcó su porvenir como punto estratégico entre el puerto de Santa María de los Buenos Aires, en las orillas del Plata, y Nuestra Señora de la Asunción del Paraguay, en el río homónimo.
Esa declaración de parte de la Corona Española se dio apenas finalizado el traslado de la ciudad, el 31 de diciembre de 1662, que le daban la potestad al Cabildo santafesino de retener, verificar y sobre todo gravar con impuestos a las embarcaciones que navegaban por el Paraná. Esta condición se mantuvo por poco más de un siglo, hasta 1780.
Esa declaración hizo que Santa Fe fuera la primera “ciudad puerto” del país.
Sin embargo, ese puerto era el puerto de la ciudad, es decir, el que luego se conoció como “Puerto de Cabotaje”, que estaba en la vera de la trama urbana colonial, y que iba desde la altura de calle Amenábar (en la boca del Quillá) hasta aproximadamente calle Belgrano, siguiento por un arenal (el Campito) y barrancas desde aproximadamente Lisandro de la Torre hasta Belgrano, por lo que sería 25 de Mayo y Rivadavia hasta La Rioja. En ese puerto antiguo, antes del inaugurado en 1910, las avenidas Alem y 27 de Febrero era el cauce del riacho Santa Fe.
Así las cosas, puerto de difícil acceso para barcos de mayor porte, pese al riacho que lo conectaba con el Colastiné, el puerto de aguas profundas para veleros de alta mar, y hasta primeros vapores, fue Colastiné, en la margen oeste del arroyo.
En el libro “Santa Fe, primera ciudad puerto de la Argentina”, publicado por la Bolsa de Comercio de Santa Fe en 2003 se refiere al surgimiento de este “segundo” puerto de Santa Fe de la Vera Cruz. “En un trabajo inédito, titulado Puerto de Santa Fe, Carlos Greco refiere que ‘en 1879 bajo la presidencia del Dr. Avellaneda se produce el significativo hecho de que un país que importaba harina para su subsistencia, se convierte exportador de cereales (trigo). Santa Fe no puede quedar ausente y las aguas del Colastiné arriban veleros de todas las naciones. El riacho que pasaba por la ciudad era la escasa hondura, pero ante una creciente extraordinaria del río, siete vapores remontan el río Santa Fe y en Santo Tomé, costa del Salado, cargan trigo para el exterior Esta población adquiere prosperidad durante un período de más de diez años por el continuo tránsito de cargamentos de granos que de carros pasaban a las bodegas de barquichuelos que, remontando la corriente del riacho Santa Fe atracan en las aguas hondas del Colastiné al costado de los veleros para trasbordar sus mercaderías”.
Y continúa la cita de Greco en la publicación: “Pero los gobernantes de Santa Fe piensan en embarques de menor costo. En 1885, el Dr. José Gálvez descubre que en Colastiné hay lugares donde se puede establecer un verdadero Puerto para buques de mucho tonelaje. Interesa a los legisladores y consigue que el Ferrocarril Provincial –que ese año ya había inaugurado un servicio a las colonias- extienda un ramal a Colastiné y Rincón. La dinámica puesta en los trabajos necesarios, hizo posible la inauguración de la estación terminal el 15 de octubre de 1886. Es así que, con el ramal férreo construido y dos muelles, se funda el puerto de Santa Fe sobre el Colastiné. En 1888 ya era un hecho, y comienza a funcionar allí una gran colmena.
Se descubren las cualidades del quebracho y del norte bajan trenes completos de madera color sangre, pero que no son trofeos de combate ni de tragedia, sino símbolos de prosperidad para la patria. Esto continúa acrecentándose y se debe pensar en ampliar los muelles. El 12 de marzo de 1889 por decreto del presidente Juárez Celman, ante requerimiento del gobierno de la provincia de Santa Fe, se habilita definitivamente el muelle construido por dicho gobierno en Colastiné para las operaciones de efectos nacionales que han satisfecho los derechos y sido despachados por la Aduana establecida en la ciudad; para la importación de frutos y productos nacionales con destino a cualquier Aduana de la República y para la exportación de frutos o artículos libres de exportación, o los que hayan afianzado, si los adeudan”.
La importancia del puerto de Colastiné crece de forma exponencial en comercio y exportación, pero al mismo tiempo se evidencia su debilidad, el talón de Aquiles, que es cómo llegar hasta el emplazamiento favorable para los grandes buques de entonces.
La importancia del puerto de Colastiné crece de forma exponencial en comercio y exportación, pero al mismo tiempo se evidencia su debilidad, el talón de Aquiles, que es cómo llegar hasta el emplazamiento favorable para los grandes buques de entonces.
La conectividad con la ciudad, con el ferrocarril ya establecido como nexo único vital de las cargas que venían del monte profundo, o de las colonias, debían pasar por sobre la desembocadura de la Setúbal y llegar hasta Colastiné.
Pese a esta limitación el “otro” puerto lejos del casco urbano (unos 12 kilómetros), siguió su impulso de crecimiento de empresas navieras, de exportación e importación, y de trabajo para los criollos hombreadores de bolsas desde la estiba en la orilla, o el vagón, por las planchadas hasta las bodegas de los veleros.
De este modo, al primitivo Puerto, o muelle, de Colastiné Sur se le anexó otro muelle más para ubicar más barcos y más carga. Dice Greco citado en la publicación de la Bolsa de Comercio de Santa Fe: “Concebidos los permisos pertinentes, el nuevo puerto fue habilitado en 1900 con el nombre de Colastiné Norte, o Puerto Nuevo, asignándose al primitivo puerto la denominación de Colastiné Sur. A fines del siglo XIX, en Colastiné Norte, se trabajaba con productos forestales (carbón, rollizos, etc,) en tanto que por Colastiné Sur la labor se efectuaba con cereales, extracto de quebracho y mercaderías generales”. (Puerto de Santa Fe, Carlos Greco –inédito- en “Santa Fe, primera ciudad puerto de la Argentina”, Bolsa de Comercio de Santa Fe 2003)
De este modo, el viejo puerto de Colastiné Sur quedaba a la altura del Club de Caza y Pesca, pero casi sin vestigios de sus construcciones, vías, y demás dependencias. En referencia a estos dos puertos de Colastiné se puede decir que fueron desarrollados de manera separada en tiempo y ubicación a la sazón por la empresa del Ferrocarril Francés. Andres Andreis en su libro “El Ferrocarril, lo que el tiempo no borró” describe simplemente porqué hubo dos puertos, el sur y el norte, en relación con las vías férreas. Detalla el autor: “…en 1886, es habilitada la vía férrea Santa Fe – Colastiné y en este viejo puerto de la época de la colonia el FC Santa Fe construye un muelle de sólida estructura compuesta de quebracho, pero en carácter de precario. En 1900, se establece un nuevo puerto en Colastiné Norte para cargas forestales exclusivamente, El anterior (Colastíné Sur) es utilizado para cereales y cargas generales. Ambos muelles del Puerto de Colastiné comenzaron a recibir ultramarinos a la llegada del ferrocarril en donde se descargaban además los repuestos ferroviarios para la empresa. Ese mismo año se exportaron 250.000 toneladas de rollizos y 300.000 toneladas de cereales”. (“El ferrocarril, lo que el tiempo no borró” – Andrés Andreis – Ediciones UNL – 2003)
En el mismo capítulo de este trabajo se recupera lo dicho por Alberto Sarramone en “Los abuelos inmigrantes. Historia y sociología de la inmigración argentina” que refiere a cómo surgió en el Gobernador Gálvez la idea de proponer a Colastiné como puerto de ultramarinos; “Se cuenta que Gálvez, en un viaje realizado al Rincón recibió noticias acerca de que, en ocasión de la guerra con el Paraguay, acorazados brasileños cargaron el en punto de Colastiné diversos elementos para aprovisionarse. En vista de aquel suceso, decidió investigar en forma personal y, junto a un canoero, procedió a sondear la barranca del río con el fin de establecer su profundidad. Una vez comprobada ésta, y ante la evidencia de la bondad del lugar, que hacía factible el establecimiento de un puerto, resolvió interesar a los poderes provinciales para su construcción. A este objetivo coadyuvaría un ramal ferroviario que se concretó en octubre de 1886”.
“Así, sin actas ni actos oficiales comenzó la vida del puerto de Colastiné. Puede decirse que nació siendo mayor. Su origen habría de establecerlo en el terreno de las necesidades del momento: ante la incapacidad manifiesta del pequeño puerto santafesino, era imprescindible atender el nuevo tráfico la concreción de un nuevo punto de embarque que pudiera satisfacer las demandas que surgían”. (“Los abuelos inmigrantes. Historia y sociología de la inmigración argentina” – Alberto Sarramone Buenos Aires 1999, en “Santa Fe, primera ciudad puerto de la Argentina”, Bolsa de Comercio de Santa Fe 2003)
Sobre José Gálvez, y su importancia no sólo en la creación del Puerto Colastiné, es dable adentrarse en las páginas de “La Modernidad en la ciudad de Santa Fe 1886-1930”, de Felipe Cervera publicado en 2012. En este trabajo el historiador y profesor refiere sobre el gobierno de Gálvez: “El 26 de agosto de 1866, a los 34 años de edad, José Gálvez (1815-1910), abogado (primer egresado de la Facultad de Derecho de la Provincia, creada en 1868 en el Colegio de los Jesuitas) perteneciente a una familia que remonta sus orígenes hasta el fundador de la ciudad, asume la gobernación de la provincia con el apoyo del Iriondismo y del Presidente Julio Roca. Tiene como Ministro de gobierno a su amigo, el joven abogado rosarino Juan Cafferatta, de 33 años (1852-1920), hijo de inmigrantes, y como intendentes municipales se suceden Mariano Comas (1886-87), Daniel Gollán (1887-89) y Juan Arzeno (1899-90). Pese a que designa como Ministro de Hacienda a Néstor de Iriondo, hijo de Simón, su accionar no va a continuar en la línea tradicional del partido Autonomista sino que, contrariamente, y alejándose lentamente de la influencia del iriondismo, va a construir la primer manifestación orgánica de la idea de cambio y modernidad en la sociedad santafesina; idea que a nivel nacional había llevado adelante la Presidencia de Julio Roca (1880-1886). Es importante rescatar, ya que se lo cita, que el de Roca y su grupo constituye el primer proyecto nacional con el que se encara el desarrollo de la Argentina. El de Juan Perón (1946-1955) va a ser el segundo, y el de Arturo Frondizi (1958-62) el tercero y último. El de Gálvez va a constituir, a su vez, el primer proyecto de desarrollo orgánico a nivel provincial”.
Justamente, como lo dice Felipe Cervera, la creación del Puerto de Ultramar de Colastiné en 1886 por parte de José Gálvez posibilitó en Santa Fe “el surgimiento de una burguesía dedicada al comercio de exportación e importación y que constituyó, sin duda, el primer brote comercial modernizante”. (“La Modernidad en la ciudad de Santa Fe 1886-1930” – Felipe Cervera – 2012)
Por su lado, la profesora Lilia Valentunizzu de Pussetto en su libro “El barrio del puerto”, por la zona de Plaza España, aporta su mirada sobre Colastiné, su puerto y el contexto que le dio origen. “Las colonias agrícolas se multiplicaban en los años ochenta, sus productos eran requeridos desde el exterior y, día a día, aumentaba el número de ultramarinos en la boca del Colastiné aguardando el arribo de embarcaciones menores para el lento y costoso trasbordo. La alternativa de muelles en el Colastiné fue, por lo tanto, una solución para el embarque en grandes barcos. Su habilitación se hizo impostergable pues, en busca de mayor rentabilidad, los navíos eran construidos con más capacidad de embarque y con quillas de mayores dimensiones. Esos buques de gran calado no podían ingresar al Puerto de Cabotaje ciudadano, por la escasa profundidad del río Santa Fe y por la imposibilidad de maniobrar en espacio tan reducido”, puntualizaba la autora.
Pero además de embarcar productos y recibir importaciones este puerto fue la puerta de entrada también los inmigrantes de fines del siglo XIX. Refiere Lilia sobre una publicación de la época: “El 12 de abril de 1887, el periódico ‘La Revolución’, en una reseña de los actos de gobierno del Dr. Gálvez, detallaba… la inauguración de la línea férrea a Colastiné,… que dá puerto barato, cómodo y estable a Santa Fe y sus colonias del Oeste de la Provincia… Ese mismo día en un suelto sobre inmigración comenta que los inmigrantes recién llegados, se alojan en Colastiné, en los galpones ferroviarios, junto a los cereales allí almacenados”. («El barrio del puerto» – Lilia Valentinuzzi de Pussetto – Ediciones Colmegna – 1996)
En cuanto a las dificultades de la ubicación Valentinuzzi de Pussetto resume: “El Puerto de Colastiné, si bien disponía de suficiente profundidad para el ingreso de ultramarinos, operaba sobre terrenos con poca consistencia que no permitían construir sobre ellos estructuras de envergadura. Eran sitios anegadizos y con cada crecida del río todo quedaba bajo el agua, incluso las vías férreas, lo cual obstaculizaba e impedía las tareas de embarque o de almacenamiento.
Tampoco se contaba en el Puerto de Colastiné con elementos de trabajo adecuados que otorgaran celebridad y seguridad a las maniobras. Estas resultaban temerarias cuando se trataba de subir los rollizos de quebracho de gran peso y tamaño, desde los vagones hasta los barcos. Mediante un precario maderamen inclinado, con palancas y sogas, se los ascendía hasta que eran alcanzados por los guinches de los navíos. En muchas oportunidades ocurrían accidentes, desgracias personales, averías de incontables conflictos. Las bolsas de cereales, al no existir suficientes depósitos, permanecían a la intemperie con la consiguiente merma en su precio y luego eran transportadas a hombro, bolsa por bolsa, bajo la lluvia o el sol del verano, estación de la cosecha triguera”.
La riqueza y la explotación
Si bien el puerto era sinónimo de progreso y riqueza, para los navieros, el ferrocarril, la Forestal, y el resto de la cadena productiva, era al mismo tiempo un lugar de explotación laboral para los trabajadores del puerto, en una condición en los que los derechos laborales no existían, cuando sobraba mano de obra para las tareas rudas de la estiba y la carga.
En tal sentido, Lillia Valentinuzzi recupera lo observado en Colastiné por Bialet Massé en su “Informe sobre el estado de las clases obreras argentinas” de 1904. Así lo refiere: “Uno de los centros de trabajo más originales de la República es, sin duda alguna, el Puerto de Colastiné. Situado en la punta S.E. de una vasta isla, a 12 Km. de Santa Fe, que se recorren en 20 minutos por el Ferrocarril Francés, se extiende a lo largo del profundo brazo del Paraná, que le da nombre, algo más de 3 Km. casi de Norte a Sur, sobre una pradera verde y riente; bajo un cielo de vasto taller de 1.600 a 1.800 estibadores y afines, que cargan 2.000 y más toneladas diarias de cereales y quebracho, en vapores de ultramar; descargan carbón de piedra y del país en cabotaje. Todo lo demás es auxiliar de este movimiento; la estación del ferrocarril, con numerosos empleados, está en un continuo vaivén de vagones y me dicen que recauda ahora cerca de 60.000 pesos diarios. Alrededor de las vías una multitud de almacenes, tiendas, confiterías, bares, fondines y cafés. Eso es Colastiné.
Durante tres meses se trabaja en una atmósfera hirviente, que llega a 48 ° C. al sol, saturada de humedad, apenas mitigada por las brisas que faltan en las horas en que son más necesarias; tanto que, a veces, es más fresca la atmósfera de la bodega del transatlántico que la libre. Ese trabajo no lo puede hacer sino el criollo; el europeo no lo resiste sino en número muy corto y excepcional; es lo que llaman los ingleses ‘trabajo de negros’. La bolsa se humanizado en este puerto; su peso varía de 69 a 66 Kg., generalmente la carga se hace de vagón a buque, poco se estiva en tierra en galpones, gasta la altura de 8 a 9 metros y en pilas al aire libre. Pero, en cambio, el espacio que queda entre las vías y los buques es muy limitado; éstos sobresalen mucho del haz de la tierra cuando el río está alto y el buque descargando pasa de 6 metros, y la carga se hace por rampas bruscas y empinadas sobre tablones lisos, que parecen jabonados, sin listoncillos de través que evite el resbalar y den la conciencia de la seguridad.
Cuando un obrero cae al agua, los demás se ríen y hacen algazara a costa del ‘chambón’ que no sabe correr por aquella superficie de hasta 35° de inclinación, alisada por el grano de trigo, engrasada por el del lino, al reventar y rezumar, oprimido por la pisada en el continuo pasar. Es de advertir que el fondo está lleno de alambres, cajones y bolsas, y el que cae no sale; la chambonada se paga con la vida”. («El barrio del puerto» – Lilia Valentinuzzi de Pussetto – Ediciones Colmegna – 1996)
El lugar era una romería de actividad, los registros fotográficos de la época dan cuenta de muchos barcos, veleros especialmente, fondeados en el arroyo a la espera de su turno para descargar mercancías y subir bolsas de trigo o rollizos.
En otro segmento del trabajo de Valentinuzzi se refiere que especialmente en el puerto viejo, de Colastiné Sur, había “…agencias marítimas, oficinas de mensajería, almacenes, depósitos, pulperías, posadas e instalaciones ferroviarias conformaban un inusitado conglomerado humano que hoy nos es difícil de imaginar al visitar ese paraje isleño”. Igualmente, la baja cota de la barranca hacía que “Cuando el río crecido invadía el puerto y sumergía los rieles, transcurrían semanas y meses los cuales era preciso recurrir a puerto distantes como Puerto Borghi o Rosario”.
Las condiciones laborales generaron protestas y reclamos de los obreros portuarios expoliados. En el libro “El Barrio del Puerto”, que no refiere al puerto de Colastiné precisamente, la autora dedica un apartado para describir esas luchas obreras contra las empresas navieras y del ferrocarril, contra las autoridades que poco hacían por mejorar la situación de los trabajadores.
Publicaba la profesora Lilia que “Desde la habilitación de Puerto de Colastiné existieron allí condiciones de trabajo muy penosas. Las crónicas periodísticas aportan informaciones sobre protestas, conflictos laborales y huelgas que se sucedían en disconformidad con el trabajo nocturno, el excesivo peso de las bolsas, la duración de la jornada, los bajos salarios, la inseguridad y la insalubridad”.
En ese marco, “El 25 de noviembre de 1902, durante el Gobierno del Drz. Rodolfo Freyre (1902-1906) los estibadores y peones de Colastiné declararon una huelga que duró 11 días. No se permitió ninguna asamblea y varios trabajadores fueron encarcelados.
El 6 de diciembre, por gestión del Jefe de Policía, los delegados obreros Melitón ese y Antonio Martinelli suscribieron un acta con los delegados de los contratistas y fue levantada la huelga. Por los contratistas firmaron Manuel Cosa, Carlos Mateuse, R. Vens, Ángel Cassanello, Enrique Garbagnatti, Leandro Sosa y Luis Bianchi”.
El rol del Estado mediador en los conflictos entre la patronal y los trabajadores todavía tenía un largo camino por recorrer. Así, otra huelga se presentó dos años después, “En 1904 estalló otro conflicto con los estibadores del puerto de Santa Fe que demandaban aumento de salarios y mejores condiciones de trabajo. Ese mismo año se declaró también la primera huelga de los obreros del Ferrocarril Francés, la que paralizó las actividades tanto en la Estación Terminal, los talleres, ramales y muelles habilitados en el Puerto de Cabotaje, como en las instalaciones de Colastiné. El movimiento de fuerza exigía la reincorporación del aprendiz Ángel Alozo, cuyo sueldo era de un peso diario. Una huelga general acatada en toda la ciudad, apoyo esta medida. Los dirigentes obreros fueron detenidos”. («El barrio del puerto» – Lilia Valentinuzzi de Pussetto – Ediciones Colmegna – 1996)
Felipe Cervera también recupera lo que Bialet Massé describe del puerto de Colastiné y las condiciones de trabajo. El autor destaca que los sueldos de los trabajadores portuarios eran mayores que el resto de los trabajadores de la ciudad, panaderos, albañiles, ladrilleros, pero también fundamenta que los rigores de la tarea portuaria, en especial las consecuencias físicas con accidentes y lesiones, eran parte también del rubro.
“En Colastiné todo se cargaba y descargaba a mano, con el uso de músculos” dice Cervera y sobre el informe del viajero Masset señala sobre la carga de madera de quebracho “Siempre que se puede la madera pasa al vapor desde el vagón, por dos planos inclinados, separados convenientemente. El movimiento ascendente se hace a beneficio del empuje rudo del obrero, por palancas con ayuda de cuerdas o cadenas, hasta que la toma el buque en las cadenas de sus guinches y lo baja a sus bodegas, donde lo acomodan los estibadores valiéndose de sus manos o palancas. Pero cuando el vagón no encuentra al trasatlántico.. (por diferencia de altura) ésta (la madera) se descarga lo largo de las playas (y) para cargar desde la playa el pesado rollizo se empuja con palancas hasta ponerlo al pie de los planos inclinado por los que se debe subir. El obrero se pone de espaldas al trozo y así hace más fuerza, porque… las piernas abiertas presentan una base de apoyo mucho más firme… Sin duda es muy entretenido ver estas operaciones, pero hacerlas es muy duro; sobre todo cuando… en los descensos bruscos (los rollizos o vigas) suelen morder las manos y los pies, los brazos y las piernas de los obreros”.
Y para más entender aquella dura vida del obrero estibador Felipe Cervera detalla lo dicho por Bialet Masset como médico: “Dice (por Masset) hablando de las consecuencias del trabajo y de la vida en Colastiné, considerando las consecuencias de la dureza del trabajo, unido al problema del alcoholismo, que ningún obrero <<tiene cincuenta años, y a los cuarenta presentan signos de una vejez prematura>>”. (“La Modernidad en la ciudad de Santa Fe 1886-1930” – Felipe Cervera – 2012)
Para ahondar más en esta estructura de desigualdad entre los obreros portuarios y las grandes riquezas movidas como cargas, y dividendos ganados como operadores comerciales navieros, y que pese a su desbordante volumen, no derramaba por cierto beneficios o progresos para las clases proletarias, con mejoras en las condiciones de vida de sus familias. No había casas, mejor salario, ni salubridad, ni protección para el estibador.
Dice Valentinuzzi de Pussetto en su libro al citar a Silber en su trabajo inédito entonces, “Colastiné, ayer puerto de ultramar, hoy puerto olvidado – 1886, 1911”, en donde hablaba de la aglomeración de buques y de gente: “Para tener una idea del movimiento de naves diario, basta releer cualquier de los periódicos de la época para comprobar el intenso ajetreo reinante en el puerto; naves de diverso calado y calidad, en lastre o cargados, de las más diversas banderas del mundo, con los destinos más disímiles del planeta y del país como destino último, iban y venían, permanecían y cargaban en Colastiné.
Así, por ejemplo, el día 15 de febrero de 1898, entraron 10 naves cargadas y 3 en lastre, procedente de 5 puertos distintos; ese mismo día, salieron otras 10, rumbo a otros 5 destinos, siendo uno de ellos Flamouth, Inglaterra. El día 25 de febrero del mismo año, entraron a puerto 5 vapores, 3 pailebotes nacionales y una barca alemana procedentes de 5 puertos, y levaron anclas 17 naves, casi todas cargadas, rumbo a 8 destinos diferentes del interior y exterior. Era tal el volumen de la actividad portuaria que el periódico ‘Unión Provincial’ dice en 1898, que al ‘…puerto de Colastiné ha llegado una verdadera flota de ultramarinos… cargarán cereales y productos forestales…’.
El movimiento de mercancías que se realizaba en puerto tenía una peculiaridad: su dirección era doble, o sea tanto en el sentido del exterior, como en el del cabotaje, o sea entre puertos nacionales. Con el tiempo logró constituirse en el epicentro de una gran región fluvial, que abarca desde los puertos paraguayos de Asunción y Humaitá, hasta el de Coronda, incluyendo todos los que se encontraban en ese trayecto. El comercio, asimismo, se realizaba con los puertos como ser los de Rosario y Buenos Aires, con quienes se había establecido una línea regular de navegación, a cargo de diversas empresas (Mihanovich, Sarsotti, Costa), llegando incluso a Bahía Blanca y La Plata. Con los puertos cercanos (Paraná, Diamante, Helvecia, San Javier), la comunicación era más periódica (hasta tres veces por semana con los puntos más lejanos –San Javier- y dos veces por día con los más cercanos –Paraná-) y servía para agilizar un comercio muy productivo y el intercambio de producciones locales.
El comercio exterior vinculaba esta región con diversas y lejanas partes del mundo; los principales puertos receptores de las mercancías procedentes de estos lugares eran los de principales puertos receptores de las mercancías procedentes de estos lugares eran los de Hamburgo (Alemania), Falmouth y Southampton (Inglaterra). Los dos primeros puertos eran quienes absorbían la mayor cantidad de la exportación de quebracho y sus derivados, quizá porque, sobre todo Hamburgo, era donde se lo cotizaba internacionalmente. También partían naves con destino a Montevideo y otros uruguayos, Río de Janeiro, puertos estadounidenses, italianos, belgas”. («El barrio del puerto» – Lilia Valentinuzzi de Pussetto – Ediciones Colmegna – 1996)
El ocaso de Colastiné como puerto
Los cambios de la infraestructura de la ciudad y su entorno generaron a su vez consecuencias económicas, laborales, territoriales de ocupación del espacio urbano, suburbano, y hasta de los barrios insulares. Desapareció Colastiné como núcleo poblacional adosado al puerto, pero al mismo tiempo nació Alto Verde, por ejemplo, frente al nuevo puerto de Ultramar en la orilla de la ciudad.
Felipe Cervera destaca desde una mirada económica ese cambio en relación con Colastiné y sus dos puertos, el del sur y el del norte. “Antes de 1911 los Anuarios Municipales no discriminaban entre barcos entrados a Colastiné y barcos entrados a la ciudad, por lo que se da la información global. En cambio, desde el 1 de enero de 1911 en adelante partimos de que los datos son todos del nuevo puerto de ultramar de la ciudad; aunque en rigor Colastiné siguió en actividad hasta el 30 de diciembre de 1911.
También continuó operando hasta entonces el ferrocarril que llegaba hasta él (suponemos que con rollizos y vigas, quizás también tanino, pero no contamos con datos), exactamente el cumplirse un año del día en que el Presidente Roque Sáenz Peña firmara el decreto de habilitación del nuevo puerto de Santa Fe, una furiosa creciente barrió el antiguo puerto de Colastiné, en particular el ubicado al sur, provocando la emigración de su población, la que debió trasladarse a la ciudad. Presuntamente gran parte de ella se asentó en el naciente Barrio Centenario”. (“La Modernidad en la ciudad de Santa Fe 1886-1930” – Felipe Cervera – 2012)
Los vaivenes del Paraná hacían que el puerto de Colastiné, los dos puertos el sur y el norte, muchas veces no funcionaran adecuadamente por los extremos en el nivel del agua. O las crecidas que inundaban los muelles, casas, depósitos y el ferrocarril, o las pronunciadas bajantes que no permitían acercarse a la orilla a los barcos.
En el trabajo de la Bolsa de Comercio de Santa Fe se menciona según lo escrito por Daniel Silver en “La Revolución” que “Un problema que siempre debió afrontar el puerto fue, además del de las inundaciones y aunque parezca paradójico, el de las bajantes: ‘…se están notando los inconvenientes que ofrece la bajante del río, y con toda especialidad lo sufre el comercio… en Colastiné se hallan solamente tres buques a la carga’”, y se agregaba en el mismo párrafo, “El otro gran problema ya mencionado era el de las crecientes; en octubre de 1888 la inundación causaba sus efectos en el puerto de Colastiné, el agua penetraba por los terrenos bajos del oeste y avanzaba sobre las vías y la población; en las barrancas se producían desmoronamientos”.
El epílogo de los muelles en Colastiné tuvo un lánguido período de baja de cargas al entra en funcionamiento en diciembre de 1910 el Puerto de Ultramar de la ciudad. Sin embargo, Colastiné con sus dos muelles continúo su funcionamiento, en especial por el interés del Ferrocarril Santa Fe (el Francés) que sostenía sus operaciones con cargas de rollizos y vigas de quebracho fundamentalmente en el puerto más nuevo de Colastiné Norte.
La Bolsa de Comercio recupera del trabajo de Carlos Greco que “la Compañía Francesa de Ferrocarriles de Santa Fe, varias casas exportadoras y los pobladores eran de la opinión de no trasladarse a la nueva estación; y cuando se inauguró el 2 de enero de 1911 el Puerto de Santa Fe, la resistencia aumentó. Pero ocurrió que al finalizar ese año, una creciente de las llamadas extraordinarias inundó Colastiné obligando a la evacuación de sus pobladores, y desde entonces ya no se pensó en el regreso al viejo puerto que a pesar de su inconveniente de tierras bajas, tan útil había sido para la Patria”. (Puerto de Santa Fe, Carlos Greco –inédito- en “Santa Fe, primera ciudad puerto de la Argentina”, Bolsa de Comercio de Santa Fe 2003)
El crecimiento exponencial de la actividad portuaria en el nuevo puerto de Ultramar, que creció mucho más todavía que la que tuvo en sus mejores momentos Colastiné, selló finalmente el abandono de los muelles costeros. Para inicios de la década de 1920 otra crecida derrumbó el puente de pilotes de madera y metal del Ferrocarril Francés que cruzaba la desembocadura de la laguna Setúbal. Ya sin trenes, sin barcos, los muelles fueron abandonados completamente y toda la zona de Colastiné retornó a su apacible paisaje de albardón costero.
En la palabra de los vecinos que conocieron a Colastiné como puerto de veleros de ultramar se sustenta la memoria de un pasado anclado en el tiempo.
Marta Rodil en su libro “Puerto Perdido”, recuperó el testimonio de Sixto Perezlindo que le contaba “Fíjese que el puerto acá en Colastiné Norte se llamaba Puerto Nuevo. Y en Colastiné Sur era Puerto Viejo. Entraban barcos de todas las naciones, ¡de todo el mundo! En vez de cargar en Santa Fe cargaban acá, porque en el tiempo que le hablo todavía no estaba el puerto allá en la ciudad. Yo veía cargar bordelesas, toneles como de doscientos litros que a lo menor venían de Mendoza con vino. Le hablo de cuando era chico, ¡y no me olvido más!, de cuando yo era chico y andaba con mi padre, con mis hermanos por el puerto. Acá había un guinche. ¡Me acurdo de los rollizos de quebracho que venían del Chaco, antes de la Forestal!”. («Puerto Perdido» – Marta Rodil – Centro de Publicaciones, Universidad Nacional del Litoral, 1994)
Don Sixto también recordaba que “Mi papá tenía negocio desde que me conozco, un almacén hacia primero y segundo grado que equivalía como hasta quinto. Y en Rincón había de tercero a sexto”, y después con unas fotos que exhibía a la autora, describía: “Todo casillas de madera, altas por la creciente, casillas levantadas a cincuenta centímetros y hasta dos metros, habían levantado la casilla de la confitería que era la más alta. El puerto grande estuvo aquí hasta el catorce, más o menos, y el ferrocarril continuó hasta que se cayó el puente que cruzaba la laguna Setúbal llevando las vías. Después lo arreglaron un poco y sólo llegaba una autovía que sabía traer algún pasajero”.
El ferrocarril fue el vaso comunicante, las venas por las que corría la sangre de cargas para darle vida a los dos muelles, o puertos, de Colastiné. Sixto Perezlindo daba cuenta de esa importancia en su testimonio a Rodil: “Imagínese lo importante que la vía del ferrocarril venía por lo que hoy es el puente roto.. No, eso que dice usted, los restos que ahora se ven en la Setúbal, (ver https://santafemibarrio.com.ar/el-otro-puente-de-siete-jefes/) no: en ese mismo lugar había otro, un puente de quebracho como el puente Palito de La Vuelta del Paraguayo, ¿vio?. Bueno, el tren venía por ese puente y entraba a Colastiné Sur, a Puerto Viejo. Y para venir acá primero tenía que dar la vuelta por una plataforma giratoria –o disco que le decían-. Tenía que hacerlo por causa del miriñaque (¿miriñaque?, así le llamaban a los paragolpes de la máquina). Y después venían dos vías, una seguía a Rincón y la otra entraba por aquí hasta la costa para cargar y descargar el material que llegaba del extranjero, de afuera. ¿Qué me cuenta?””.
Luego de la crecida de fines de 1911, y la tracción de mano de obra del nuevo puerto en la ciudad, Colastiné entró en un proceso de abandono primero y desguace después. Don Sixto rememoraba ese tiempo: “Sobre la costa era todo galpones y casas de material para oficina. Claro que después levantaron eso porque lo que había sido muelle se iba cavando, socavando. Eran mil metros de muelle (mil largos) que se vino abajo por el abandono. Cuando algo se abandona se arruina, ¡que jorobar! Más adelante la empresa Hediger –sí, creo que se escribe así- de Julio Hediger, una empresa constructora, fue la que sacó la estructura de los muelles. Al ferrocarril también lo sacaron. Ahora, ¿qué destino le dieron a eso?, no sabría decirle, nadie lo sabe. Cargaron todo en vagones y se lo llevaron a Santa Fe. Entonces acá ya no se hizo más nada. Hubo gente que se iba a trabajar al puerto de Santa Fe a pie por entre pajonales y a veces se volvía porque faltaba trabajo”.
De este modo terminó el tiempo de barcos, cargas, changas, de puerto en el arroyo Colastiné. Un lugar que generó en varios escritores de la ciudad una fascinación como para escribir viejas historias, como Ángel Menichini, como Edgardo Pesante, que con relatos compuso este cuento que Marta Rodil en su libro reproduce completo.
“¡Adiós, Colastiné! (1911)
A don Ángel Menichini que me contó esta historia
¡Adiós, Colastiné! ¡Adiós para siempre! Aunque de sus labios no salieron esas palabras de despedida. El Rubio las tenía metidas en la cabeza, sin saber exactamente el porqué, era como un presentimiento. La jornada había sido dura. A pesar de ser un muchachito que llevaba puestos sus primeros pantalones argos, trabajó como un hombre ayudando a cargar los vagones que el ferrocarril cediera para evacuar a los inundados. ¡Inundados, otra vez inundados!, como en el cinco. Entonces era un niño, pero lo recordaba. Había sido brava la inundación de 1905. Ahora diciembre, con sus calores y su humedad, trajo enancada la creciente. Para Navidad la laguna situada a espaldas del puerto ya estaba colmada. Y el telégrafo del correo seguía con sus funestos augurios. El Paraná arrastraba desde el norte una gran masa de agua, cubriendo las costas, sembrando la destrucción y la miseria a su paso.
El Rubio intuía que al deja Colastiné, al partir en ese tren de evacuados, comenzaría una nueva etapa en su vida. La niñez, la feliz niñez llegaba a su fin. En Santa Fe tendría que trabajar en serio. No es que le disgustara esa perspectiva.
Se daba cuenta de que empezaba algo nuevo y por lo tanto incierto. A él las aventuras le gustaba vivirlas en la imaginación. La realidad, tan distinta siempre a los sueños, le inquietaba singularmente.
Creía en la fatalidad. Por eso estaba seguro de que ya no volvería a la casilla de madera donde estaba entonces había vivido con sus padres y sus hermanos. Temía perder de vista a sus amigos, a pesar de que también ellos partían a la ciudad, instalados junto a sus familias en otros vagones, tal vez en otro convoy que ya había emprendido la despaciosa marcha hacia la capital de la provincia. La ciudad es grande, se decía, distinta a este Colastiné levantado a orillas del agua, donde podría ver al padre trabajando en las planchadas desde su ventana, o con los pies sumergidos, junto a las amarras de los cargueros, le era posible observar perfectamente a la madre ocupada en los quehaceres de la casa. La ciudad lo atemorizaba, porque disgregaría a sus vecinos, modificando el paisaje cotidiano, vivo, hecho de encuentros, de saludos, de charlas y de juegos.
¡Hasta pronto!, gritaban muchos al partir los trenes lentos, por los terraplenes bordeados de aguas amenazantes que pretendía cubrir los rieles. ¿Pensaban volver? Sí, claro, si allí quedaban sus hogares, su trabajo. Pero Santa Fe los atraparía. Hacía años que se venía preparando para atraparlos. A su puerto ultramarino recién inaugurado ya comenzaron a marcharse, antes de la inundación, las principales empresas que operaban hasta entonces en Colastiné. Diques y guinches hacían todo más fácil, más seguro, más rápido. Era el progreso. En vano el ferrocarril francés, en defensa de sus intereses, pretendía mantener vivo a Colastiné. Ni siquiera el ferrocarril había podido salvar al viejo puerto. Y ahora la inundación les daba el golpe de gracias, obligándolos por la fuerza a trasladarse a la ciudad. No, no volverían, pensaba el Rubio, cuya formalidad contrastaba con la alegría superficial y vana de otros muchos de su edad. A él las aventuras le gustaba vivirlas en la imaginación, era evidente, leyendo – ninguno leía como el Rubio entre los chicos de Colastiné- o escuchando a los viejos narrar sus historias, gringas o criollas: Garibaldi, piratas del Mediterráneo, naufragios en alta mar, Juan Moreira, tigres cebados, esteros traidores. Extranjeros e hijos del país confraternizaban junto al rio y en el río mismo, mezclándose en las tripulaciones. Decían que tierra adentro era distinto, que se odiaban, que se disputaban los campos; el Paraná, en cambio, era de todos por igual, nadie podía adueñarse de las aguas, ponerles alambrados, amojonarlas. El río pasaba camino al mar, sin detenerse, indiferente, burlándose cruelmente de tanto en tanto de los hombres ambiciosos que querían perpetuarse a sus orillas.
Después del ciclón del día 30, que hizo que las aguas subieran en forma inusitada por algunas horas, las autoridades y los vecinos, indecisos todavía durante la mañana del 31, por la tarde, en vista de las noticias que traía el telégrafo, dispusieron la evacuación. Por la canaleta del desagüe del terraplén el rio se volcaba como un torrente sobre la laguna ya repleta, y los chicos recogían tachos llenos de doraditos que en cardúmenes eran arrastrados por la corriente. Reían y jugaban ante la mirada sería del Rubio, que ayudaba a su padre a transportar los enseres familiares hasta el vagón. El largo convoy iba siendo ocupado por las víctimas de la creciente. ¡Lindo fin de año!, exclamaban los inundados, mientras se acomodaban lo mejor que podían, dispuestos al viaje que los alejaría del peligro. Las aguas lo invadían todo y la pobre gente chapoteaba camino del terraplén salvando lo que podía de sus casas, que ahora quedarían abandonadas, al cuidado de unos pocos recalcitrantes que no acataban las sugerencias de la policía, dispuestos a no dejar Colastiné aunque la creciente les llegara al cuello. El Rubio los admiraba y le hubiese gustado quedarse con ellos, pero tenía la obligación de seguir a su familia. El padre había dispuesto que debían partir. Además, en la casilla de madera que les servía de vivienda, a pesar de que se hallaba asentada sobre puntales de quebracho, las aguas ya habían penetrado y subían rápidamente de nivel.
Era de noche cuando, después de prolongadas pitadas de la locomotora, el convoy partió a paso de hombre, entre el alboroto de los chicos y los saludos de los mayores. Reinaba una extraña alegría. Acaso fuese falsa y por eso parecía extraña. EL Rubio vio alejarse entre las sombras las siluetas del paisaje familiar. La luz de los faroles rompía la oscuridad y descubría el brillo de las aguas sigilosas que bordeaban las vías. El tren avanzaba lentamente, anunciando su paso con largas pitadas. Medio adormilado, el muchacho pensaba e cuando era niño y su madre, acariciándolo, lo hacía dormir sobre su falda, como ahora le estaba ocurriendo al menor de sus hermanitos. El padre, de pie en la ancha puerta del vagón y con los brazos en cruz abarcándola toda, avizoraba la noche, proyectando su sombra sobre las demás sombras que desfilaban al costado de las vías. El farol de querosén oscilaba continuamente, y la enorme silueta de don Angelo fluctuaba sobre las aguas. Proveniente de otros vagones se oían voces, pero en el que ocupaba su familia reinaba el silencio. Trabajar en paz y vivir en una pobreza digna, era todo lo que deseaba el inmigrante genovés para sí y su gente. El río parecía no querer ayudarlo y lo arrastraba a la ciudad. Pero esa ciudad también tenía un puerto y en él se vengaría del río, lograría dominarlo, quitándole el pan que sus hijos reclamaban. El tren se detuvo un momento. El maquinista hablaba a gritos con un empleado del ferrocarril, de gorra con visera brillante y farol de mano. Podían continuar viaje. Aún las vías estaban libres de las aguas. Pero no habría de confiarse demasiado. En cualquier momento podían ser rebasadas. Y entonces… quedar bloqueados en los vagones por la inundación no era ciertamente una perspectiva agradable. Nadie quería pensar en eso. Y se conversaba, y se reía. El Rubio luchaba por mantenerse despierto, deseoso de no perder detalle. Sin embargo, la dura jornada y el balanceo del vagón se empeñaban en sumergirlo en una modorra que le impedía coordinar las ideas. Las prolongadas pitadas de la locomotora y algunas luces que desfilaban a los costados de las vías eran cabos que le tiraba la realidad. Oyó comentarios del padre, cada vez menos lacónicos, siempre <<xeneise>> con creciente optimismo. La Guardia Nueva, la Guardia Vieja, fueron quedando atrás. El peligro había pasado. Un ruido ensordecedor y el paso de extrañas figuras geométricas que parecían danzar locamente ante la puerta del vagón, le anunciaron que en ese momento trasponían el puente tendido sobre la laguna Setúbal. Ya estaban en Santa Fe, la ciudad temida. Las luces se multiplicaban, se hacían incontables. El tren avanzaba ahora más de prisa y las pitadas de la locomotora habían perdido su tono lúgubre. Se oían risas en los otros vagones. Hasta don Angelo contemplaba sonriente su familia.
De pronto comenzaron a oírse pitos, y sirenas y explosiones. Estrellas fugaces de colores cruzaron el cielo. El convoy se detenía junto a otros, desde los cuales la gente saludaba a los recién llegados. Eran caras conocidas, vecinos de Colastiné, víctimas de la creciente como ellos. Pero todos reían, corrían por entre las vías, se estrechaban la mano, se abrazaban. La piada de la locomotora se hacía interminable. Hasta se oyó bastante cerca un disparo de arma de fuego, y nadie se sobresaltó, ni siquiera la madre del Rubio, tan temerosa. Don Angelo besó a su mujer y a sus hijos, uno a uno. El muchacho comprendió, alcanzó a descifrar la frase que oía repetir en todos los tonos. ¡Año nuevo! ¡Feliz año nuevo! El doce… 1912.
¿Y el puerto?, se preguntó. ¿Dónde estaba el puerto? Ese puerto que en algún viaje a la ciudad habían visto en construcción y que ahora sabía inaugurado. Se asomó afuera pero pudo verlo. Se lo preguntó al padre. Don Angelo, que se disponía a salir del improvisado albergue para tomar una copa con los amigos, le explicó que más adelante, que ya lo vería al día siguiente, que irían juntos, ahora debía dormirse. Y el Rubio se durmió, soñando, en esa noche de año nuevo, con un puerto nuevo abierto a la esperanza. Colastiné, cubierto por las aguas, había pasado a ser un recuerdo.
1961
“Cuentos del Santa Fe de ayer” – Edgardo Pesante – Plus Ultra – Buenos Aires – 1980
FUENTES BARRIO COLASTINE
«El barrio del puerto» – Lilia Valentinuzzi de Pussetto – Ediciones Colmegna – 1996
«Memoria de tiempos idos» – Ángel Menichini – Ediciones Colmegna – 1979
Diario Santa Fe – (Hemeroteca de la Provincia)
«Alma de Barrio» – Programa de LT10 Radio Universidad de Santa Fe
Archivo Túnel Subfluvial «Uranga-Sylvestre Begnis»
Diario El Litoral
Diario El Orden – (Hemeroteca de la Provincia)
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“La Modernidad en la ciudad de Santa Fe 1886-1930” – Felipe Cervera – 2012
“El ferrocarril, lo que el tiempo no borró” – Andrés Andreis – Ediciones UNL – 2003
«Puerto de Santa Fe», Carlos Greco –inédito- en “Santa Fe, primera ciudad puerto de la Argentina”, Bolsa de Comercio de Santa Fe 2003
«Puerto Perdido» – Marta Rodil – Centro de Publicaciones, Universidad Nacional del Litoral, 1994
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